domingo, 3 de agosto de 2008

Tal y como lo hacen…


Tal y como lo hacen…

A Alvaro Cepeda Samudio

—Teresa, ¿Alvarito no te pidió que fueras a su casa a buscar una caja?

Teresa estaba sentada en la mesa, leyendo cuentos infantiles. Su madre, que estaba en la cocina preparando atún, repitió:

— Teresita. Ve a la casa de Alvaro a buscar la caja.

La pobre, que había permanecido durante horas leyendo cuentos de Rudyard Kipling, tuvo que despegar sus ojos del libro y atender la orden de su madre. Tiró el entretenido texto sobre la cama, y prometió leerlo durante la madrugada. Así, con la misma ropa que llevaba puesta anoche, y con unas chancletas color azul, salió corriendo hasta la casa de Alvaro. Era una travesía muy arriesgada, ya que tenía que transitar vías, doblar esquinas, cruzar calles, y sumado a esto el viaje ponía a prueba su resistencia atlética, como aquellos que veía en la sección deportiva del Diario del Caribe. El calor del suelo casi calcinaba las suelas su calzado, lo cual le exigía alargar los pasos para apresurarse, pues a Alvaro no le gustaban los retrasos, eso ella muy bien lo sabía. Estaba ansiosa por llegar a la casa de El Nene que, según su madre, le tenía una grata sorpresa.

Hasta que llegó. Observó la gran puerta blanca que se encontraba justo después del jardín de flores rojas de su terraza. Mientras caminaba contaba los pasos, y trató de adivinar la hora mirando el Sol, como lo hacía Quique. Pero qué va: no pudo lograrlo: quién sabe cómo lo hacía el descarado, pero lo que sí pudo ver Teresa fue una mancha negruzca indeleble, que seguía su mirada adónde fuera.

Tocó la puerta incansablemente, al parecer no había nadie en casa. Poniendo su peso sobre la cintura derecha —tal y como lo hacen todas las chicas de su edad—, y enredando el dedo índice con su cabello castaño, esperó varios minutos. A través de la ventana de barrotes pintados forzosamente de blanco —un blanco que luchaba contra la testarudez del tiempo—, pudo observar a Juana, que llevaba en su mano unas agujas y trapos viejos.

— Hola, Tere, ¿qué haces por aquí?

Fue como un saludo de amigas de escuela.

— Qué tal, Juana. Vengo a ver si está Alvaro.

— ¿Alvarito? No, no está. Por aquí lo vino buscando Noé y se me escapó. Pero qué te parece si…

— ¿No sabes dónde estará?—interrumpió Teresa.

— ¿Dónde más, bobita?—pronunció jocosamente, con ánimos de burlarse. —Pues en La Cueva.

— ¿Será que sí me dejan entrar?—preguntó, mordiéndose la uña del dedo pulgar, tal y como lo hacen todas las chicas de su edad.

— Tranquila… Si te llevas una escopeta en la espalda, seguro que entras. Espera, creo que él tiene una escondida por aquí.

Juana corrió a la sala de estar, sacando de una gaveta polvorienta y cubierta por telarañas una escopeta, cerciorándose de que no tuviera balas. Teresa no supo si regresaría, sólo hasta cuando escuchó el sonido de sus cabellos metálicos, moviéndose de un lado para otro.

— Aquí está, y no tiene balas—aclaró Juana, y luego sonrió.

— No te preocupes, yo no mato futbolistas, de ninguna manera.

Juana quedó desconcertada, sin respuestas en la base de datos, como diríamos ahora. Ni un adiós, ni nada: inmediatamente cerró la puerta, aunque ya Teresa le había dado la espalda, riéndose y tapándose la boca, tal y como lo hacen todas las chicas de su edad.

Todas las miradas acechaban a Teresa, que tenía que hacer lo que sea para entrar a La Cueva. Recordaba las palabras de Alfonso diciéndole: “como entres a La Cueva, te saco a patadas”. Y a Figurita respaldándolo:

— Vas a ver: como me entere de que estuviste por aquí, le digo a tu papá que no te vuelva a llevar a Salgar.

Pero Teresa sabía que ahí estaba El Cabellón para sacar el hombro por ella. El mismo que le regalaba chocolaticos cada vez que venía de Nueva York, y supuso que si la sorpresa era inmediata, no podía dejar esperándolo.

La Virgen del bulevar de la Calle del Progreso levantó su brazo derecho para indicarle por dónde debía ir: dos cuadras abajo, casi llegando al final de Barranquilla, estaba el recinto de los intelectuales sin corbata, de los cazadores de palabras.

Alvaro, Noé y Alfonso estaban sentados en una mesa, discutiendo sobre la migración de los rolos hacia la Costa Atlántica.

— Esos cachacos —expresó Alvaro— se van a apoderar de esta ciudad. Tanto así que se va a llamar “Cachanquilla”.

Bebió un largo trago de Cerveza Águila, ese que tanto le gustaba.

Y Teresa, para no ser descubierta, se escondió en la parte de atrás de las barandas de madera, tal y como lo hacen todas las chicas de su edad cuando no quieren ser descubiertas. Sin embargo, Alfonso reconoció el olor de su perfume: galleta de vainilla.

— Por aquí tiene que estar la pendeja esa—exclamó Alfonso. —Sal de ahí, Teresa.

Pero Teresa, negada a dejarse ver, siguió escondiéndose.

De repente apareció Alejandro, haciéndole señas a los tres, de que había encontrado a Teresa. Primero peinó su bigote con los dedos, y luego la agarró de las orejas. Teresa reaccionó con un “ay, ay, ay” intenso.

— ¡Ve, Alvaro, por fin cazamos algo!

— Eh, Alejo, cógela suave. —Dijo pasivamente Alvaro. La frase cayó como anillo al dedo, porque Alejandro apretaba sus orejas fuertemente, como si sostuviese un pincel.

Alejandro, aceptando la recomendación, soltó a Teresa y la levantó del suelo. “Esta va a ser tremenda”, debió pensar.

Al ponerse en pie, Teresa agarró los extremos de su falda, y saludó con una venia a los presentes, tal y como lo hacen todas las chicas de su edad.

— ¿Qué haces por aquí, Tere?

— ¿Yo? Pues… mi mamá me dijo que tenía que ir a buscar una cajita a tu casa, dizque era una sorpresa.

— Ah, ya veo. El dic... —Alvaro se cubría la boca para dificultar la pronunciación.

— ¿El qué?—gritó Teresa.

— Sí, el diccionario que te iba a regalar. Resulta que Gabo se lo llevó, porque necesitaba uno. —Continuó—. Según él “se le podía quedar el léxico en el bus, con tan largo viaje”, y por eso se lo di.

— En qué problema te has metido, Alvaro —añadió Noé, burlándose—. De Teresa nadie se escapa.

Teresa estaba decepcionada, y Alvaro lo notaba en su cara. Nunca le había fallado, y ella siempre confiaba en su palabra. Afortunadamente pudieron encontrar una solución.

Cada miércoles, después de llegar del colegio, Teresa se iba directo para La Cueva. Obviamente era incómodo para el resto tener a una niña dentro del compinche, pero Alvaro acordó gastar las cervezas durante un mes si la dejaban entrar. Ante esa promesa nadie se negó.

De todas maneras llevaba sus libros de Kipling y Juan Ramón Jiménez al bar, para preguntarle por cada palabra que desconocía, tal y como lo hacen todas las chicas de su edad.

Christian Barandica Ruiz.

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